Daeman se faxeó a estado sólido cerca de la casa de Ada y parpadeó estúpidamente al ver el sol rojo en el horizonte. El cielo estaba limpio de nubes y el ocaso ardía entre los altos árboles de la cordillera y hacía brillar el anillo-p y el anillo-e mientras rotaban en el cielo cobalto. Daeman se sentía desorientado porque era por la tarde y sólo un segundo antes, cuando se había faxmarchado de la fiesta del Segundo Veinte de Toby en Ulanbat, era de día. Habían pasado años desde la última vez que visitara la casa de Ada, y a excepción de en los casos de amigos a quienes visitaba regularmente (Sedman en París, Ono en Bellinbad, Risir en su casa en los acantilados de Chom, y pocos más), nunca había tenido ni idea de en qué continente o zona horaria se encontraría. Pero claro, Daeman no conocía los nombres ni las posiciones de los continentes, mucho menos los conceptos de geografía o zonas horarias, así que su propia falta de conocimiento no significaba nada para él.
Seguía siendo algo que desorientaba. Había perdido un día. ¿O lo había ganado? En cualquier caso, el aire olía distinto aquí: más húmedo, más rico, más salvaje.
Daeman miró en derredor. Se encontraba en el centro de un fax-nódulo genérico: el círculo habitual de permfalto con postes de hierro rematados por una pérgola de cristal amarillo y cerca del centro del círculo, el poste que sostenía el inevitable signo codificado que no podía leer. No había ninguna otra estructura visible en el valle, sólo hierba, árboles, un arroyo en la distancia, la lenta revolución de ambos anillos cruzándose como el soporte cardánico de un grandioso y lento giroscopio.
Era una tarde cálida, más húmeda que en Ulanbat, y el faxpad estaba situado en un prado rodeado de colinas bajas. A tres metros del círculo había un antiguo carricoche abierto de una sola rueda, para dos personas, con un servidor igualmente antiguo que flotaba sobre el hueco del conductor y un único voynix de pie entre las varas de madera.
Había pasado más de una década desde que Daeman visitara por última vez Ardis Hall, pero ahora recordó la tremenda incomodidad de todo aquello. Absurdo, no tener tu casa en un fax-nódulo.
—¿Daeman Uhr? —inquirió el servidor, aunque obviamente sabía quien era.
Daeman gruñó y le tendió su ajada maleta Gladstone. El diminuto servidor se acercó flotando, recogió el equipaje con sus cuernos acolchados y lo cargó en el carruaje mientras Daeman subía a bordo.
—¿Esperamos a alguien más?
—Usted es el último invitado —repuso el servidor. Zumbó hasta su hueco hemisférico y chasqueó una orden. El voynix se enganchó a las varas y empezó a trotar hacia el sol poniente; sus oxidadas patas y la rueda del carruaje apenas levantaron polvo sobre el camino de grava. Daeman se acomodó en el cuero verde, apoyó ambas manos en su bastón y disfrutó del viaje.
Había venido no a visitar a Ada sino a seducirla. Esto era lo que hacía Daeman: seducir a mujeres jóvenes. Eso y coleccionar mariposas. El hecho de que Ada tuviera veintitantos años y Daeman se acercara a sus Segundos Veinte no suponía ninguna diferencia para él. Ni el hecho de que Ada fuera su prima hermana. Los tabúes sobre el incesto habían acabado hacía mucho tiempo. «Deriva genética» no era ni siquiera un concepto para Daeman, pero si lo hubiera sido, se habría confiado a la fermería para que lo arreglara. La fermería lo arreglaba todo.
Daeman había visitado Ardis Hill diez años antes en su papel de primo, para tratar de seducir a la otra prima de Ada, Virginia, por puro aburrimiento, puesto que Virginia tenía el atractivo de un voynix, cuando vio por primera vez a Ada desnuda. Caminaba por uno de los interminables pasillos de Ardis Hall en busca del conservatorio del desayuno cuando pasó ante la habitación de la joven. La puerta estaba entornada, y allí, reflejada en un alto espejo estaba Ada, bañándose ante una palangana con una esponja y expresión levemente aburrida (Ada era muchas cosas, pero Daeman había descubierto que no tendía al exceso de higiene). Su reflejo, el de esta mujer joven saliendo de la crisálida de su infancia, había sobresaltado al joven adulto que era sólo un poco mayor que Ada en la actualidad.
Incluso entonces, con la redondez de la infancia todavía presente en sus caderas y muslos y sus pechos de pezones en flor, Ada era una visión que merecía la pena contemplar. Pálida (la piel de la muchacha conservaba un suave tono blanco de pergamino no importaba cuánto tiempo estuviera al aire libre), de ojos grises, labios de frambuesa y pelo negro-negro que era el sueño de un erotómano aficionado. La moda era entonces que las mujeres se depilaran los sobacos, pero ni la joven Ada ni (según esperaba sinceramente Daeman) la adulta habían prestado más atención a eso que a la mayoría de las otras tendencias culturales. Congelado en el alto espejo (y clavado y montado en la bandeja de colección de la memoria de Daeman) estaba aquel cuerpo todavía infantil pero ya voluptuoso, de grandes pechos pálidos, piel cremosa, ojos atentos, con toda su palidez resaltada por cuatro matas de pelo negro: el signo curvo de interrogación del cabello, que llevaba cuidadosamente recogido excepto cuando jugaba, que era la mayor parte del tiempo; las dos comas bajo sus brazos, y el perfecto signo de exclamación negro (inmaduro aún para ser un delta) que conducía a las sombras entre sus muslos.
En el carruaje, Daeman sonrió. No tenía ni idea de por qué Ada lo había invitado a su fiesta de cumpleaños después de todo aquel tiempo (o a la de los Veinte de quien lo estuviera celebrando) pero confiaba en seducir a la joven antes de faxear de vuelta a su mundo real de fiestas y largas visitas y asuntos esporádicos con mujeres más mundanas.
El voynix trotaba sin esfuerzo, tirando del carricoche con sólo el susurro de la grava en el suelo y el suave zumbido de los antiguos giroscopios en el cuerpo del carruaje. Las sombras se extendían por el valle, pero el estrecho carril subía la montaña, captaba los últimos rayos del sol (partidos por el siguiente pico al oeste) y luego descendía hasta un valle más amplio entre campos de cultivo. Los servidores revoloteaban sobre los sembrados, pensó Daeman, como pelotas de croquet levitando.
La carretera se desvió hacia el sur (a la izquierda para Daeman), cruzó un río por un puente cubierto de madera y prosiguió a lo largo de una colina aún más empinada para internarse en un viejo bosque. Daeman recordaba vagamente haber ido en busca de mariposas por aquel bosque hacía diez años, el mismo día en que vio a Ada desnuda en el espejo. Recordó su excitación al capturar un raro ejemplar de capa llorosa cerca de una cascada, el recuerdo mezclado con la excitación de ver la pálida piel y el pelo negro de la muchacha. Recordó la mirada que le dirigió el reflejo de Ada cuando el pálido rostro se alzó tras sus abluciones (desinteresada, ni complacida ni furiosa, inmodesta pero no descarada, vagamente clínica), y miró a Daeman, petrificado a sus veintisiete años por la lujuria, de la misma forma en que el propio Daeman estudió a su capa llorosa fruto de su captura.
El carruaje se acercaba a Ardis Hall. Estaba oscuro bajo los viejos robles y olmos y álamos de la cima de la colina, pero habían emplazado linternas amarillas a lo largo del camino y se veían filas de linternas de colores en el bosque primigenio, quizá senderos marcados.
El voynix dejó atrás la arboleda y una visión crepuscular se abrió ante ellos: Ardis Hall brillando en la cima de la colina; blancos senderos y caminos de grava serpenteando en todas direcciones; el gran jardín herbáceo extendiéndose desde la mansión a lo largo de más de medio kilómetro antes de finalizar en otro bosque; el río más allá, reflejando todavía la luz moribunda del cielo, y a través de una abertura en las montañas, al sur, atisbos de picos boscosos (negros, carentes de luz) y luego más montañas más allá, hasta que las negras cordilleras se mezclaban con las nubes oscuras del horizonte.
Daeman se estremeció. No había recordado hasta ese momento que el hogar de Ada estaba cerca de los bosques de dinosaurios de aquel continente, fuera cual fuese. Recordó haberse sentido aterrado durante su visita previa, aunque Virginia y Vanessa y todos los demás le habían asegurado que no había ningún dinosaurio peligroso en setecientos kilómetros a la redonda. Todos lo habían tranquilizado, es decir, todos menos Ada, que con sus quince años apenas lo había mirado con aquella expresión calculadora y levemente divertida que pronto identificó como su expresión habitual. Entonces habían hecho falta las mariposas para que se atreviera a dar un paseo al aire libre. Ahora haría falta algo más. Aunque sabía que era perfectamente seguro con los servidores y voynix alrededor, Daeman no tenía ganas de ser devorado por un reptil extinto y despertar en la fermería con el recuerdo de esa indignidad.
El olmo gigante de la falda de Ardis Hall había sido adornado con docenas de linternas; unas antorchas cubrían el camino circular y los senderos de grava blanca que iban de la casa al patio. Unos centinelas voynix montaban guardia en los setos del camino y en los lindes de los oscuros bosques. Daeman vio que habían dispuesto una larga mesa cerca del olmo (las antorchas fluctuaban con la brisa de la noche alrededor del lugar de la fiesta), y que unos cuantos invitados iban congregándose para cenar. Daeman también advirtió complacido con su habitual esnobismo que la mayoría de los hombres todavía vestían túnicas blandas, albornoces y trajes de tarde de color tierra, un estilo que había pasado de moda hacía meses en los círculos sociales más importantes que Daeman frecuentaba.
El voynix recorrió el camino circular hasta las puertas de Ardis Hall, se detuvo ante un rayo de luz que brotaba de aquellas puertas y soltó las varas del carricoche tan suavemente que Daeman ni siquiera lo notó. El servidor revoloteó para recoger su maleta mientras Daeman se apeaba, contento de sentir los pies en el suelo, todavía un poco mareado por el faxeo del día.
Ada abrió la puerta y bajó las escaleras para saludarlo. Daeman se detuvo en seco y sonrió estúpidamente. Ada no era sólo más hermosa de lo que recordaba: era más hermosa de lo que hubiese podido imaginar.